viernes, 6 de noviembre de 2009

Erisictón

La “sociedad de mercado” se limita a masticar todas las cosas sin apenas mirarlas, porque para mirar primero hay que poder pararse un segundo, y pararse es precisamente lo que nunca permite la sociedad capitalista. La sociedad consumista es una sociedad de pura hambre, y el hambre siempre es “rápida, repetida y mortal”, e infinita. No hay tiempo para usar las cosas, para mirarlas, para hacerlas humanas, las cosas no se detienen.
Buena parte de la argumentación se teje con la mira puesta en el mito del sacrílego Erisictón, que es condenado (por haber cortado un árbol) a padecer un apetito insaciable, a sufrir un hambre que nunca puede saciarse, que nunca se detiene, un hambre infinita que no se puede jamás calmar, que no se detiene ante nada, que más desea cuanto más introduce en su vientre, digestión sempiterna, metabolismo brutal, “toda comida en él es causa de más comida”, ese es su castigo, ese ciclo infinito del hambre, esa rueda infinita del apetito insaciable siempre renovado y nunca satisfecho, esa ausencia de fin: eso es el infierno para un griego, ese proceso inacabado. Contra ello construyeron la polis, y a ello nos devuelve ahora la sociedad del puro consumo. El capitalismo es un infierno griego.
Nada es suficiente para Erisictón, nada puede saciar su apetito infinito, lo devora todo, sus bosques, sus casas y hasta su propia hija, es un deglutir imparable que no distingue nada, que no contempla nada… Finalmente empieza a devorarse a sí mismo entre gritos de dolor, se arranca sus miembros y su carne a mordiscos, “y el infeliz alimentaba a su cuerpo disminuyéndolo”. Ahí queda mostrada la monstruosidad, y con ella la advertencia.
El capitalismo tiende a producir un estado de “antropología cero”, pues apenas deja construir un mundo, las cosas ya no tienen tiempo de solidificarse y permanecer en medio de esa tormenta biológico-mercantil, las cosas no tienen ni tiempo de morir, el hambre es rápida, no deja constituirse al objeto, pues para poder mirar las cosas hay que renunciar a comérselas, y el capitalismo se lo come todo. El tiempo del capitalismo es un tiempo de cataclismo, de renovación catastrófica. Nada tiene raíz, nada arraiga, todo lo que aparece ante nuestros hiperestimulados ojos hechizados, sucumbe rápidamente en el desfile mercantil del ciclo aparición-renovación. “Nada dura. Nada arraiga en el cosmos. En el Mercado, las cosas se suceden a tal velocidad que no nos da tiempo a agarrarlas”. Las cosas son siempre una exterioridad efímera, una transitoriedad inconsistente que resbala sobre nosotros sin dejar huella, ni memoria, ni uso, ni vejez, ni relato. Los objetos dejan de ser portadores de cultura, dejan de ser soluciones humanas a problemas humanos.

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