miércoles, 22 de septiembre de 2010

Sólo los pobres tienen cosas

A modo de ayuda para pensar el decrecimiento proponemos este texto de 
Santiago Alba Rico

En nuestra vieja casa de piedra, en un pueblecito cerca de Madrid, teníamos una parra que había trepado durante décadas, agarrada al muro, para desplegar sobre el balcón su sombra dulce de hojas y de uvas. Un día, no la encontramos; al pie de la pared dolorosamente desnuda se alzaba un muñón diminuto serrado con violencia, tristísimo cimiento vegetal de la catedral derribada. Al vernos, uno de los vecinos se nos acercó para explicarnos con naturalidad, y casi con reproche:
- Era un engorro. Me he comprado un coche nuevo más grande y tenía que maniobrar mucho para entrar en vuestra calle, exponiéndome además a que la parra me rayara la carrocería. Así que la he talado. Era dura la condenada; he tenido que sudar para cortarla.
Pedía casi que le agradeciéramos el esfuerzo. Tan improcedente le parecía que un árbol obstaculizase el camino de un coche, y tan natural esa jerarquía, que no podía imaginar nuestra contrariedad ni nuestra cólera. Entre coches, la lucha habría estado quizás igualada; pero entre un coche nuevo y una excrecencia natural que nadie había comprado, y que salía de debajo de la tierra, el coche nuevo debía hacer valer rutinariamente todos sus derechos.
Las catedrales a veces crecen solas: se llaman parras o almácigos o colinas o glaciares. Se toman su tiempo en formarse -décadas, siglos o milenios- y desaparecen luego en un minuto porque obstaculizan la multiplicación y disfrute de la verdadera riqueza, fabricada por la Ford o por la Sony y vendida por Wall-Mart o El Corte Inglés.
El modelo mental de nuestro vecino aldeano es el de un mundo, el capitalista, en el que son los coches -las mercancías en general- y no los árboles los que tienen valor. Pero tampoco puede decirse, la verdad, que tengan mucho valor. Que prefiramos los coches y los televisores a las parras y las colinas no quiere decir que coches y televisores revistan a nuestros ojos el valor sagrado que para nuestros antepasados tenían ciertos árboles o ciertas montañas. En este mundo están, por así decirlo, las criaturas que no tienen ningún valor -como los rosales, los ríos y los iraquíes- y las que tienen muy poco valor, como lo son todas las que podemos comprar en el mercado. Lo hemos escrito otras veces: los españoles tiran a la basura sus teléfonos celulares cada tres meses, sus ordenadores cada año y medio, sus carros cada dos años. Tiran ininterrumpidamente los pañuelos, los papeles, las botellas, los encendedores, las cuchillas de afeitar, los bolígrafos, los Cds. Valoran más, claro, un trozo de plástico que un castaño milenario, pero el trozo de plástico lo tratan sin ningún respeto y enseguida lo olvidan, lo arrinconan o lo cambian por otro semejante.
El misterio metafísico del capitalismo se resume en esta pregunta: una mercancía ¿es realmente una cosa? Pero antes que nada: ¿qué es una cosa? Digamos que cosa es todo aquello que se rompe y que tarde o temprano no se puede ya recomponer; todo lo que está desprotegido, todo lo que requiere cuidados, todo lo que se vuelve irreemplazable con el paso del tiempo y cuya ausencia, por eso mismo, deja también una especie de cosa intangible y triste en su lugar. La silla que me ha soportado tantos años, el libro, el jarrón, el mar, el mundo mismo son cosas. Un niño y un amado son cosas. Nos guste o no, en la medida en que somos cuerpos y estamos a merced de todos los demás, los seres humanos somos también cosas . No nos importaría ser tratados como cosas valiosas -o al menos como animales de compañía. Pero el problema es que, bajo el capitalismo, somos tratados como mercancías.
Antes la burguesía acumulaba muchas cosas; ahora sólo los pobres conservan algunas pocas con vergüenza y aspiran precisamente a liberarse de ellas. Las cosas han desaparecido. Cuando algo está a punto de convertirse en una cosa, se corre al mercado a cambiarla por otra. Nada se rompe porque todo lo tiramos mientras aún sirve o funciona; nada llega a estar ausente porque no le damos tiempo para estar presente. El mercado capitalista constituye un “hombre nuevo” porque establece un lugar antropológico sin precedentes en el que todo lo existente -todas las criaturas, naturales y artefactas- se pueden reemplazar. De los costes ecológicos de esta ilusión de intercambiabilidad y reemplazabilidad (que se alimenta de recursos finitos y de un planeta diminuto e insustituible) se habla a menudo; lo que no se dice con tanta frecuencia es que, en un mundo sin cosas, en un mundo en el que los humanos no alcanzamos ni siquiera el rango de cosas, en el que nada nunca llega a romperse, todo se puede tratar por igual sin ningún cuidado. ¿Las parras, los ríos, los iraquíes? Son obstáculos para el mercado. ¿Los coches, los televisores, los trabajadores? Vamos, hermano, a comprar uno nuevo.
Todo nuestro universo mental y cultural está ya configurado por esta falta radical de cuidado que acompaña a la ilusión fundamental del mercado: la de que todo tiene solución. La publicidad no anuncia productos concretos sino el evangelio -la buena nueva- de esta curación universal: todo tiene arreglo y si usted tiene arrugas, estreñimiento, la piel seca, poco pelo, nadie le quiere, no le dan trabajo, es sólo culpa suya. Es duro ser pobre cuando uno sabe que con un poco de dinero podría dejar de serlo; es duro ser pobre cuando sabemos que podríamos ser incluso inmortales -y con nosotros toda la familia, que tampoco nos lo perdona- si hubiéramos hecho bien la compra.
Pero esta desaparición de las cosas no rige sólo el universo publicitario; también el cinematográfico. Lo que hay que reprochar al esquema de Hollywood no es que oponga de un modo excesivamente sumario el Bien al Mal. Yo también lo hago: para mí René, Antonio, Fernando, Gerardo y Ramón son los “buenos” y -por ejemplo- Kissinger, Bush y Cheney son los “malos”. Lo que tiene de engañoso, enfermizo y corruptor el esquema de Hollywood es su pretensión -puro reflejo del mercado- de que todos los conflictos tienen solución y todas las pugnas conciliación.
No es así: nos rompemos, nos morimos.
No es así: hay luchas en las que sólo puede haber un vencedor.
Porque nos morimos tenemos que cuidarnos los unos a los otros.
Porque el capitalismo nos trata sin cuidado, es necesaria la revolución.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Rulli en Larroque

Jorge Ruli estuvo en Larroque, ese hecho es por sí sólo una noticia importante, pero además, vino en respuesta a una solicitud nuestra, y estuvo con nosotros, lo cual nos llena de orgullo. Y como si esto fuera poco desarrolló el primero de los encuentros del Tríptico de Ecología Política y Problemática Ambiental de una manera admirable.
Nos llevó de la mano por los senderos complejos de la Historia, la Política, la Economía, la Geografía regional y universal, la Ecología y el pensamiento crítico.
Habló del Progresismo modernizante, de su visión de un país como una “sumatoria de minorías” sin identidad nacional y nos dio a entender sin ambigüedades que el “progresismo no es feliz”, que este afán productivista, extractivista, está llevando a los pueblos a una crisis sin precedentes en la historia. Expuso su visión crítica sobre las ideas y prácticas del capitalismo pero sobre todo sobre las acciones del “marxismo europeizante en América” que no logra encontrar su propio camino y comete “la idiotez de repetir a Europa”.
Habló de las ciudades y su manera de “vivir como colonizados”, de su relación de antinomia con el campo. De la necesidad de que sus autoridades se hagan cargo de la situación y procuren salidas alternativas. De la producción local, los mercados de cercanía, de la protección a los pequeños productores, de huertas al alcance de la mano de todos. Nos contó sobre las “Ciudades en Transición”, este movimiento que cada vez gana más espacio en algunos países, con poblaciones organizándose ahora para prevenir lo que harán cuando llegue la crisis del petróleo. Y por supuesto nos habló de las multinacionales, de su afán de lucro, de los grandes capitales al servicio de las mismas, de la agricultura industrial que no respeta la Tierra y las personas, de Monsanto, Cargill y Grobopatel, de la soja y los agrotóxicos.
Habló de Franz Fannon y sus luchas por la descolonización en África, de Rodolfo Kusch y de Scalabrini Ortiz y su pensamiento nacional
Realmente una exposición clara, contundente, hecha desde el conocimiento y la experiencia, pero también desde una persona que sufre la realidad nacional como pueden sufrirla aquellos que tienen una visión tan clara de la misma. Nos abre un panorama de análisis fundamental para comprender y comprendernos y nos deja toda una línea de debate para seguir buscando nuevas formas de vida más acorde con la naturaleza.
Se realizó luego la parte de trabajo de los participantes que debatieron su visión de una sociedad post petróleo, con una interesante puesta en común que Rulli armonizó en sus conclusiones finales.
Quedó como trabajo para el próximo módulo, la confección por parte de los participantes de un “Decálogo del Decrecimiento”.
Con una importante concurrencia de participantes, tuvimos una jornada que nos llena de satisfacción y nos deja muy buenas expectativas para el resto del Tríptico.