Una mirada inclemente sobre nosotros, los humanos de hoy
Daniel
Tirso Fiorotto
De la Redacción
de UNO
El autor busca provocar al lector con un paseo por las
consecuencias de la economía extractiva y consumista, y llama a volver la
mirada a otro mundo cercano y vigente, aunque bien ocultado. Y lo hace desde un
puente entre los pensadores Julián Marías y Macedonio Fernández.
El sistema generalizado en la
modernidad sostiene los privilegios transitorios del 1 por ciento de la especie
humana, contra el 99 restante y contra el 100 % de las demás especies. Eso
significa, a mediano plazo, contra todos.
Es un planeticidio. Funda la relación de los seres
humanos entre sí y con el universo entorno de la ganancia, la competición, el
usufructo del trabajo de otros y la explotación de riquezas naturales,
sobredimensionando los alcances de la “razón”, y con predominio de los dueños
del dinero (usureros), únicos habilitados para la propaganda del propio
sistema.
En estos días puede observarse cómo
uno de los bancos más poderosos del planeta tienta a los argentinos para que
los sueldos pasen por su intermediación, con promesas (cuentitas de colores) de
préstamos, y de regalar cuotas por partidos ganados en el mundial de fútbol…
¿Quién puede desembolsar una montaña de dinero en propaganda, hasta el exceso,
y arriesgar eso, sino la banca que domina el mundo y hasta se presenta
simpática, con el uso y abuso de las figuras simpáticas del deporte?
Al hambre y la desnutrición que
afectan a muchos, la modernidad suma el consumismo, un vicio (promovido por el
sistema) basado en la extracción de riquezas con ritmos y métodos que ponen en
riesgo la biodiversidad y en ella la humanidad.
Muchos humanos se creen saludables,
pero están destruyendo intrincadas relaciones que permiten la continuidad de la
vida, y consumiendo riquezas y energías que debieran preservar a sus nietos y
bisnietos y al conjunto del planeta.
El sistema es para el 1 por ciento
y por un tiempito. Su propaganda convence a multitudes que ignoran, aún en las
universidades, los colegios de profesionales, los medios masivos, sus
consecuencias catastróficas.
¿Hay una clase social libre del
vicio del consumismo? ¿Por qué los gobiernos, cuando quieren mover la economía
a través del consumo, determinan un adicional en los sueldos y las
jubilaciones, por ejemplo para fin de año, con la certeza de los resultados?
¿Qué hacemos las familias, en
general, cuando nos llega un plus, sino buscar en las góndolas cosas que hasta
el día anterior no veíamos necesarias?
El
vicio del consumismo cruza las capas y nos interpela. Por eso se impone volver
la mirada al mundo austero y comunitario de los pueblos antiguos del Abya yala
(América).
Cósimo Schmitz
Como en el
cuento de Macedonio Fernández, los humanos hemos sido operados masivamente por
el doctor Desfuturante, con una práctica similar a la que padeció (en “Cirugía
psíquica de extirpación”) el herrero Cósimo Schmitz.
Nos han
extirpado el sentido de futuro. Sentimos pero no prevemos sino unos minutos, a
metro y medio de la silla eléctrica.
Los entrerrianos
estamos encerrados también en esa cárcel. El litoral es occidental y moderno,
es el planeta en frasco chico. Aquí el desmonte, aquí los agrotóxicos, aquí la
pesca desmedida, aquí la erosión del suelo, aquí los arroyos saturados de
residuos tóxicos, aquí el agua puesta en riesgo, aquí la fractura hidráulica al
acecho, aquí las nuevas promesas de represamiento de nuestros ríos, aquí la
petróleo-dependencia para la producción a gran escala y el transporte de
enormes volúmenes a gran distancia, aquí el predominio de las multinacionales,
y aquí la resignación a un sistema perverso.
Todo salta a la vista, pero no
contestamos. ¿Por qué?
Somos Cósimos multiplicados.
Adoptamos un pasado que no es el nuestro pero justifica nuestras debilidades y
tropiezos, y nos hicimos extraer, con los recuerdos, la capacidad de estimar
las consecuencias de nuestros actos.
En ese 99 % restante, que decíamos,
muchos viven deslumbrados en un presente de ilusiones.
Eso equivale a abandonar una
condición esencial del ser humano.
En una visita que realizó hace
algunos lustros a Paraná el filósofo católico Julián Marías, ante nuestras
preguntas más o menos juveniles se extendió sobre el término “futurizo” para
definir al hombre.
Dijo Julián Marías: “Yo he hecho
que se incluya en el diccionario de la Academia una palabra, el adjetivo
futurizo, con dos terminaciones. En el español hay cincuenta o sesenta palabras
que terminan en el sufijo izo, decimos un balcón saledizo, un tejado voladizo;
dice Lorca un costurero grande de raso pajizo; el que lo olvida todo decimos
que es olvidadizo, el que se enamora con demasiada facilidad que es
enamoradizo. Indica tendencia, propensión, inclinación a algo”.
“El hombre no es futuro, es
presente, aquí estamos ustedes y yo, pero estamos pensando en el futuro,
estamos anticipando lo que vamos a hacer luego, mañana, o dentro de 20 años.
Estamos proyectados al futuro. Por tanto, somos irreales. La persona es real e
irreal, insegura… la persona es una realidad extraña que no se parece a ninguna
otra, compuesta de realidad e irrealidad”. “Vive en la imaginación, vive
anticipando, proyectando, ustedes están aquí presentes, pero ustedes están
esperando quizá con impaciencia que yo termine de hablar, su realidad personal
es fundamentalmente imaginativa, irreal porque no existe ni es seguro que
exista”.
“Por eso no se puede decir futuro
–agregó Marías-. El diccionario de la academia por influjo mío ha incluido un
adjetivo con dos terminaciones, futurizo - futuriza. El hombre es presente, es
futurizo, está vuelto al futuro”.
La flor del ilolay
Y bien, seremos futurizos, claro,
como decía Julián Marías, pero desfuturados como imaginó Macedonio Fernández,
que evidentemente no había sido operado.
Con su permiso, vamos a resumir al
desfuturado en una consigna: que el futuro no distraiga nuestro presente.
El mismo Julián Marías tan abierto
al futuro desestimó, en la misma charla (europeo al fin), las voces de alerta
sobre el quebrantamiento de la armonía, la destrucción de la biodiversidad.
Ponderó, sí, el aumento de la
expectativa de vida. Alcanzó a ver algunas buenas noticias para los humanos de
hoy, y no vio que derivaban de malas noticias para sus nietos.
Interesante la definición del
hombre como animal futurizo, y paradójico que surja de un desfuturado.
¿Y cómo es que fuimos desfuturados?
Digamos que en la operación no hay método clásico. El quirófano es el living o
el comedor, donde hemos instalado televisores o cosas parecidas. (No
mencionaremos aquí el aula, para no abrir un frente poderoso). Con esas
herramientas se obstruyen las arterias de la libertad, colocando tapones
llamados propaganda.
La propaganda es así una
concentración alta de colesterol en las arterias de la comunidad, recargadas de
tóxicos como los arroyos.
El que guarda canales más o menos
libres deberá cuidarse por todos los flancos, porque los operadores no
descansan en su tarea: volcarnos la basura.
El que guarda canales más o menos
libres lucirá una carátula con la inscripción viejo amargo, colgada por los
vecinos que acostumbran tirarse con flores del ilolay (las que devuelven la
luz), y danzar enceguecidos sobre sus pétalos. Lo que el siglo XXI llama
fiesta.
Ni muy muy ni tan tan
Hay que decir que el estado de embelesamiento de
Cósimo se debía a la extirpación de la capacidad de prever, pero su mismo
autor (Macedonio) explica que estamos ante un cuento, de modo que si un Cósimo
anda extasiado por el presente eso puede obedecer a que logró trascender los
muros ficticios levantados entre pasado, presente, futuro. O porque se operó de
ilusiones y advierte que, con sólo hacer lo que se debe, por lo demás no habrá
que saltar en demasía ni clavarse un puñal.
De modo que una sonrisa ni muy muy ni tan tan,
una suerte de alfombra voladora sobre las pasiones, sería la manifestación
humana de la armonía inmutable en la que el ser humano puede vivir y conocerse
y amar y compartir y luchar y todo eso a la vez.
Ahora: la fiesta de muchos hoy no parece derivar
de allí, sino de una candidez impuesta por ese Extirpio Temporalis (otro alias
del doctor Desfuturante), que es la modernidad consumista, propagandista, y
para eso en extremo extractivista, mientras nos mantiene inconscientes de los
efectos.
(Antes habíamos mostrado cómo las
multinacionales nos parasitan al modo de la cotesia al marandová: en simbiosis
con un virus que nos paraliza, y decíamos que ese vicio es la ignorancia
promovida por la propaganda y la banalización).
Dicho de otro modo: apenas recuperemos nuestra
capacidad de prever y veamos con claridad el biocidio de hoy, el paisajicidio
(expresión que le escuchamos a Gonzalo Abella); cuando tomemos conciencia de la
sangre que derramarán nuestros nietos, sea por un vaso de agua, un plato de
comida o un sueño, entonces sí podremos decir que hoy celebramos un momento
efímero y lo hacemos con la energía, la comida y la paz del resto del planeta,
y de los hijos de nuestros hijos.
Los agricultores suelen decir que el suelo es un
bien que pedimos prestado a nuestros nietos. Hoy, la verdad es otra: el suelo
es el basural de nuestros derroches, nuestras vanidades, nuestra ignorancia,
nuestro apetito desmedido, y fue asaltado por pocos.
Más que extirparnos el futuro, lo que estamos
haciendo es invadir el mundo de nuestros nietos a sangre y fuego, para
saquearlo, de modo mil veces peor que la invasión del Abya yala hace 500 años. La civilización de estos siglos ya
asaltó los pueblos milenarios del Abya yala, hoy asalta los pueblos del futuro.
En su ahogo, da manotazos. Y casi todo fruto de la “razón”.
En
las grietas
Cada día más controlados, más
vigilados, y bastante resignados y satisfechos (hasta pedimos más cámaras en
las veredas y dejamos que nos registren hasta en el inodoro); más o menos
callados cuando podemos consumir, sea cual fuere el origen de nuestras
comodidades (la soja, por caso), y cuesten lo que cuesten, no advertimos que
esta mentira, como todas, tiene patas cortas.
El ruido, el
entretenimiento banal, nos empujan al aturdimiento. Pero apenas zafemos de esa
enajenación veremos el mundo nuestro, el mundo del hermano con la actitud
recíproca de las manos abiertas (jopói, dice el guaraní), el mundo de la vida y
el trabajo comunitarios, de la integración completa de la humanidad en el
paisaje, de la vida austera, de la no acumulación, del pedir permiso al río, al
árbol, a la tierra, de la armonía no negociable (sumak kawsay); el mundo muy
distante de la soberbia que permite, en el colmo, el toqueteo de la condición
genética de las semillas, y su patentamiento.
Salidos
de la enajenación nos abriremos a ese mundo en donde conversar con el sauce y
con la tararira, como el gurí pescador, donde el caballo cuenta su nostalgia
sin hablar como lo sabe Vicente Cúneo y lo sabía antes Joaquín Lencina
(Ansina); donde sabemos que lo que está abajo subirá, lo que está arriba bajará
como en los suelos vertisoles, gredosos. Un mundo que la modernidad oculta,
pero aflora en las grietas.
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