“Pienso, luego existo” esta difundida expresión del racionalismo cartesiano, que muchos hemos oído e inclusive estudiado en el secundario, ha sido interpretada por la cultura positivista, cientificista, tecnológica, en el sentido de que el pensamiento es una condición de la existencia del hombre y no una consecuencia, dándole al término “luego” una connotación temporal. En contrapartida, algunos autores más modernos han utilizado la expresión opuesta: “existo, luego pienso”.
Sin embargo, creo que debemos interpretar el “luego” como una conclusión del razonamiento, como un “pienso, por lo tanto, existo” y hasta como una expresión del deslumbramiento: me imagino más bien a Descartes diciendo en francés: ¡eh!, ¡miren!, pensado me he dado cuenta de esta maravilla: ¡existo!.
Esta es la primera condición para cualquier otra cosa que queramos ser, hacer, o tener: existimos, estamos aquí y ahora, en el tiempo y en el espacio, tenemos un lugar y una historia. Y este hecho nos iguala, nos pone a todos en la misma situación, inclusive con los demás seres vivos y con las cosas: existimos, estamos.
En este concepto no entra la idea de cantidad (que hoy en día tanto nos preocupa)…
Puedo pensar mucho, como un intelectual, o no pensar nada, como cuando miro la tele; puedo tener mucho, o poco, o nada; puedo ser inclusive muchas cosas: padre, amigo, hijo, trabajador, profesional, empleado, patrón, ciudadano, dirigente, ambientalista y mucho más… pero no puedo existir mucho o poco, sino simplemente existir. A la existencia la podemos complementar con conceptos de calidad, nunca de cantidad. Podemos tener una existencia alegre, triste, simple, compleja; podemos estar bien o estar mal pero no estar mucho.
Nuestros antiguos hermanos americanos (a quienes los invasores europeos, desesperados por el tener, consideraron primitivos) ya habían desarrollado claramente esta filosofía del estar bien; los guaraníes, por nombrar un ejemplo bien cercano a nosotros, buscaban la tierra sin mal, donde se podía llevar una existencia libre de problemas.
Pero al existir, soy, no puedo evitarlo, es una consecuencia inmediata: soy. En primera instancia soy alguien, con una dignidad, soy persona y esta dignidad me iguala a todos los demás hombres: varones y mujeres, niños y ancianos, casados y solteros, americanos y africanos, médicos y enfermos, policías y ladrones, religiosos y ateos, trabajadores y desempleados, todos somos personas.
La sociedad de la imagen y la fama, del culto a la personalidad y del éxito, del individuo y la propiedad privada, del dinero y del consumo, esta cultura postmoderna, nos ha convencido que lo importante no es ser “alguien” si no, ser “algo”, que lo esencial no es estar mejor, sino tener más, y no sólo más que antes, sino más que otros.
Ya no trabajamos para crear o para cubrir nuestras necesidades elementales, si no que nos empleamos para ganar dinero; hoy no estudiamos para saber y servir mejor a la sociedad en la que habitamos, sino para zafar en el colegio y tener un título; no construimos nuestras casas con la puerta cancel que invitaba a entrar, sino con rejas que impidan entrar a quien codicia lo que tengo y no puede alcanzarlo; no conformamos una comunidad de hermanos sino una sociedad de socios en competencia por los mejores dividendos; no nos preguntamos que necesita de mí mi país o mi pueblo, sino que me puede dar a mí mi país o mi pueblo.
No buscamos tener las cosas necesarias para estar bien, para vivir en calma, sino que estamos mal y vivimos apurados, conflictuados peleando para tener más.
No estamos proponiendo desde Mingaché, volver a vivir una vida pre tecnológica, pero sí recuperar el pensamiento ambiental del hombre que se siente parte de la naturaleza, que puede ver al otro y a “lo otro” y puede estar y existir y construir en conjunto una vida más plena, más digna de ser vivida por todos, una “tierra sin mal”.
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